4/4/17

La actitud de Jesús ante la cruz


              
               



Nadie era más consciente de lo que se avecinaba que el mismo Señor Jesús. La crucifixión era la meta de su carrera terrenal. Su muerte era la culminación, el broche de oro de su obra redentora, para la cual había venido a este mundo.

Desde el comienzo mismo de su ministerio, el Divino Maestro comprendía que, con el avance del tiempo, se acercaba la hora trágica en la cual daría su vida en sacrificio redentor por el pecado de la humanidad. A medida que esa realidad se aproximaba, Jesús, consciente de ella, hablaba a sus discípulos de la necesidad, propósito y significado de su Cruz. La crucifixión no fue una novedad en la vida del Maestro. La cruz no fue un imprevisto en el transcurrir del ministerio del Salvador. El madero del Calvario no fue el fin para Jesús, sino que habría de constituirse en el medio, evento ineludible, a través del cual alcanzaría el santo objetivo que lo trajo a este mundo.

Habiendo llegado a la ciudad de Jerusalén; esa grande y cosmopolita, religiosa y apóstata ciudad que habría de constituirse en el escenario del crimen más horrendo e injusto de la historia, el salvador del mundo, rodeado de sus discípulos, declara terminantemente: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” Juan 17:1 RVR60

La hora ha llegado en que el enviado de Dios habrá de culminar su vida diaconal, existencia de amor y de servicio, realizando el mayor servicio; dando su propia vida para así pagar la humanamente impagable deuda de nuestros pecados.

La hora ha llegado en que el Cordero de Dios, con su muerte hecha ofrenda, con su vida inocente hecha Cruz en el Gólgota de criminales, traerá perdón y salvación a quienes le rindan su corazón y le entreguen su fe y su confianza.

Frente a la inminencia del Calvario, el Divino Maestro pronuncia las definitorias palabras de su actitud personal ante la cruz. “Es tal la angustia que me invade que me siento morir… Abba, Padre, todo es posible para ti. No me hagas beber este trago amargo, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” Marcos 14:34-36

Ahora está turbada mi alma y ¿qué diré? ¡Sálvame Padre en esta hora! ¡No! Si por y para esta hora es que he nacido y he vivido, he servido y he luchado en este mundo. No Padre, glorifica tu nombre a través de mí.

Utilízame para mostrar y realizar tus planes y caminos a este mundo. Padre, quiero ser instrumento de tu amor en esta hora. Padre, que no se haga mi voluntad sino plenamente la tuya.

¡Y he aquí el triunfo glorioso de Jesús! De aquella oración inolvidable en el huerto de Getsemaní, donde se mezcla su sangre física con sus lágrimas –que eran la sangre de su alma- se levanta un Cristo potencializado en su obediencia al Padre. La actitud de obediencia y entrega radical al plan de Dios hace posible que Jesucristo se constituya en el redentor de la humanidad. Su actitud fiel ante la cruz deja abierto el camino para que todos los hombres y mujeres tengamos acceso a nuestro Padre Celestial.

Jesús cargó la cruz, subió a la cruz y murió en la cruz, para salvarnos de nuestros pecados. Nada ni nadie jamás podrá impedir nuestra reconciliación con Dios,

porque “El (Jesús) fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” Isaías 53:5

Nunca el ser humano llegará a comprender, en toda su intensidad y grandeza, el sufrimiento vicario de Cristo realizado a nuestro favor; pero sí podrá recibir el fruto bendito de esta obra de amor y salvación. Salvación que es el resultado de la actitud de Jesús ante su Cruz.

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