Nadie era más consciente de lo que se avecinaba que el mismo
Señor Jesús. La crucifixión era la meta de su carrera terrenal.
Su muerte era la culminación, el broche de oro de su obra redentora,
para la cual había venido a este mundo.
Desde el comienzo mismo de su ministerio, el Divino Maestro
comprendía que, con el avance del tiempo, se acercaba la hora trágica en la
cual daría su vida en sacrificio redentor por el pecado de la humanidad. A
medida que esa realidad se aproximaba, Jesús, consciente de ella, hablaba a sus
discípulos de la necesidad, propósito y significado de su Cruz. La crucifixión
no fue una novedad en la vida del Maestro. La cruz no fue un imprevisto en el
transcurrir del ministerio del Salvador. El madero del Calvario no fue el fin
para Jesús, sino que habría de constituirse en el medio, evento ineludible, a
través del cual alcanzaría el santo objetivo que lo trajo a este mundo.
Habiendo llegado a la ciudad de Jerusalén; esa grande y
cosmopolita, religiosa y apóstata ciudad que habría de constituirse en el
escenario del crimen más horrendo e injusto de la historia, el salvador del
mundo, rodeado de sus discípulos, declara terminantemente: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu
Hijo te glorifique a ti” Juan 17:1 RVR60
La hora ha llegado en
que el enviado de Dios habrá de culminar su vida diaconal, existencia de amor y
de servicio, realizando el mayor servicio; dando su propia vida para así pagar
la humanamente impagable deuda de nuestros pecados.
La hora ha llegado en que el Cordero de Dios, con su muerte
hecha ofrenda, con su vida inocente hecha Cruz en el Gólgota de criminales,
traerá perdón y salvación a quienes le rindan su corazón y le entreguen su fe y
su confianza.
Frente a la inminencia del Calvario, el Divino Maestro
pronuncia las definitorias palabras de su actitud personal ante la cruz. “Es tal la angustia que me invade que me
siento morir… Abba, Padre, todo es posible para ti. No me hagas beber este
trago amargo, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” Marcos
14:34-36
Ahora está turbada mi alma y ¿qué diré? ¡Sálvame Padre en
esta hora! ¡No! Si por y para esta hora es que he nacido y he vivido, he
servido y he luchado en este mundo. No Padre, glorifica tu nombre a través de
mí.
Utilízame para mostrar
y realizar tus planes y caminos a este mundo. Padre, quiero ser instrumento de
tu amor en esta hora. Padre, que no se haga mi voluntad sino plenamente la
tuya.
¡Y he aquí el triunfo glorioso de Jesús! De aquella oración
inolvidable en el huerto de Getsemaní, donde se mezcla su sangre física con sus
lágrimas –que eran la sangre de su alma- se levanta un Cristo potencializado en
su obediencia al Padre. La actitud de obediencia y entrega radical al plan de
Dios hace posible que Jesucristo se constituya en el redentor de la humanidad.
Su actitud fiel ante la cruz deja abierto el camino para que todos los hombres
y mujeres tengamos acceso a nuestro Padre Celestial.
Jesús cargó la cruz,
subió a la cruz y murió en la cruz, para salvarnos de nuestros pecados. Nada ni
nadie jamás podrá impedir nuestra reconciliación con Dios,
porque “El (Jesús) fue traspasado por nuestras rebeliones, y
molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra
paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” Isaías 53:5
Nunca el ser humano llegará a comprender, en toda su
intensidad y grandeza, el sufrimiento vicario de Cristo realizado a nuestro
favor; pero sí podrá recibir el fruto bendito de esta obra de amor y salvación.
Salvación que es el resultado de la actitud de Jesús ante su Cruz.
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